martes, 24 de mayo de 2011

La falacia de la libertad

LA FALACIA DE LA LIBERTAD

Si hay una palabra que, hoy, es objeto de culto, esa es la palabra “libertad”. Se nombran con ella campañas bélicas -recordemos la tristemente célebre “libertad duradera”-, la economía capitalista -“libertad de mercado”-, las creencias -“libertad de religión”-, y se habla, igualmente, de “libertad de conciencia”, “de pensamiento”, “sexual”, “de elección de centro -educativo-”, “de expresión”, en fin de tantas y tantas libertades que, al final, no sabemos si son una o muchas, ni siquiera si existe tal cosa.

En su nombre, sin embargo, se han cometido y se cometen las mayores atrocidades que uno pueda imaginar, porque no hay mayor atrocidad que torturar o matar o someter a la mayor de las miserias a millones de personas, y ambas cosas se han justificado y se justifican, en innumerables ocasiones, por medio de la “libertad”.

Pero, ¿quién se atreve a desentrañar su significado?¿quién aclara lo que quiere decir esa palabra que, teniendo usos tan diversos, parece poseer un significado común? Los liberalismos de todo tipo la usan como bandera, el existencialismo del primer Sartre hizo de ella su icono, el catolicismo nos la ha regalado, sin opción a devolución, amenazándonos con el fuego eterno por su causa y, en fin, ella es el motivo de que toda la ciudadanía acabe pagando la enseñanza y sanidad privada a la que, por principio, sólo puede acceder una pequeña parte de la población.

Sabiendo que “libertad” tiene significados diversos -capacidad de decidir, de actuar o no, de autodeterminarse, etc.- su uso, por el contrario, ha sido y es engañoso y, de ahí, que encaje perfectamente afirmar que constituye, en la mayoría de las ocasiones, una falacia, pues tal es el significado de “falacia”: engaño, y, como tal, consciente, consentido, voluntario. La clave para desentrañar dicho engaño estriba en que analicemos las distintas posturas sobre su origen, es decir, sobre si la libertad es algo constitutivo de las personas, algo sin lo cual estas no existirían, pero que no eligen -de ahí el “estar condenado a ser libre”- o bien si es fruto de la situación en que las personas se desarrollan.

En nuestros días -porque no siempre ha sido así-, es la primera de las opciones antes señaladas la que triunfa, porque es la que defiende el liberalismo en cualquiera de sus formas. Más aún, cuanto más radical es el liberalismo más hincapié hace en la libertad como constitutivo de la persona y como valor primordial -por encima del de la justicia, entre otros-. A pesar de ello, sin embargo, esa libertad con la que supuestamente todas las personas nacemos -como reza ingenuamente (?) la Declaración Universal de los DDHH- no parece ser en absoluto la misma y única. En efecto, existen grados de libertad que dependen de la situación a que antes he hecho referencia. No existe, por tanto, libertad al margen de las circunstancias que, de un modo u otro, nos determinan -hasta tal punto esto es así que la circunstancia de vivir en una sociedad ‘humana’ es la que posibilita el desarrollo de la libertad, como bien sabemos-. Así, si la persona “X” tiene al nacer unos medios materiales de los que carece “Y”, ésta es menos libre que aquélla para poder desarrollarse como tal persona, es decir, para poder plantearse proyectos y para tener la posibilidad de llevarlos a cabo.

Por otra parte, la libertad de pensamiento y/o conciencia está intrínsecamente unida a la capacidad conceptual de cada cual, de la misma manera que la posibilidad de plantearse opciones exige que éstas sean, si quiera, pensables. Dicho más claramente: quien viviendo en una tribu perdida en la Amazonía no conoce el término “ingeniero” ni, por tanto, su significado, no puede tener entre sus opciones de vida el serlo y, por ende, tendrá, a ese respecto, menos opciones que quien vive en una sociedad como la nuestra.

Estas reflexiones tienen consecuencias importantes en la vida práctica de las personas, así como en la realidad económico-política que vivimos. Efectivamente, se ha ido extendiendo, a través del liberalismo que todo lo invade, la idea de que las personas ricas lo son por méritos propios -fruto del buen uso de esa libertad con la que supuestamente nacemos- así como su complementaria, es decir, la que afirma que las personas pobres lo son por sus deméritos, y se reclama por ello el derecho a la propiedad privada sin limitación -porque limitarlo sería ir en contra de esa supuesta sacrosanta libertad-, ignorando la clave de la cuestión, que estriba en que cualquier posesión que signifique desposesión para otras personas es un límite a la capacidad de elección de las mismas, o sea, a su libertad.

Hubo un tiempo en que un fantasma recorría Europa, era el fantasma del comunismo. En su nombre, sin embargo, se ahogó la posibilidad de pensar, de discrepar, de decidir, porque lo que se impuso fue una caricatura de aquél, caricatura que, exagerando los rasgos dictatoriales, acabó olvidando el objetivo para el que nació: la humanidad liberada. Fue un mal sueño, una pesadilla de la que algunas personas despertamos en un mundo más rico materialmente hablando a costa de que una mayoría abrumadora entrara en una pesadilla aún peor, como era la de la miseria y el hambre. Y esa riqueza material que comenzábamos a disfrutar arrumbó la solidaridad al subconsciente, donde sigue estancada esperando mejores tiempos.

No nacemos libres, la libertad no nos constituye, la libertad, si algo es, es relación con las demás personas y es justamente en esa relación donde es creada. Las personas, cuando establecemos relaciones, instituimos la libertad que, además, está estrechamente vinculada al poder -cfr. Nietzsche y Foucault- ya que el mayor o menor poder de unos sobre otros, se traduce irremediablemente en mayor o menor libertad. Solamente la reciprocidad de las relaciones garantiza la libertad, pero para que haya reciprocidad debe existir igualdad. En esto consiste la democracia, y no en otra cosa.